CARTA A UN MAESTRO
Creo que ser maestro tiene, como la Luna, se cara luminosa y su cara oscura. En la vida casi todo es así; no hay nada tan malo que no tenga algo bueno y al revés. Lo que importan es ser consciente de todo, luces y sombras, para que nada nos tome desprevenidos y sobre aviso no hay engaño. No abogo por una actitud estoica ante la ambivalencia de la vida, ni mucho menos por la resignación; más bien por una actitud realista que relativice lo negativo y valore sin fantasías los positivo; creo que por ahí va eso que llaman madurez.
El lado oscuro de la luna lo conoces bien. Es el bajo suelo, y más fondo, lo que ese suelo significa: el poco reconocimiento social hacia el maestro. Esto duele; lo percibes todos los días y te acompaña como mala sombre; a veces alguien te ve de arriba abajo; mucha gente no valora lo que estudiaste ni lo que haces. El lado oscuro son también los escasos recursos con que cuentas para realizar tu tarea y l apoca atención que les mereces a las autoridades. Fuera del libro de texto y el gis, casi no cuentas con nada; estás liberado a tu imaginación.
Hay, además, corrupción en el medio magisterial; reglas de juego poco edificantes que tienes que aceptar; a veces la manipulación, abusos y un doble lenguaje que molesta, hay también – aun que no es privativo de tu profesión- rivalidades, murmuraciones, envidias y zancadillas de algunos compañeros. Entre esto hay que caminar, como equilibrista sobre la cuerda floja.
Júntale a todo lo anterior la pobreza de los alumnos que se les dificulta tanto aprender; la testarudez, indisciplina y rebeldía de algunos muchachos del aula; la ignorancia, a veces, de los padre de familia que no saben cómo estimularlos ni corregirlos, y la maledicencia, que nunca falta, en la comunidad. Para ganarte la atención de los chicos tienes que competir con la “tele”, los videos y los cantantes de moda, en batallas que estar perdidas de antemano; y como colofón, se te culpa no solo de que los alumnos no aprendan, sino de todos los males del sistema educativo. Decididamente, el lado oscuro es más bien negro, de tantas dificultades y problemas que tiene la profesión.
Que podremos en el lado luminoso? Yo fui maestro por varios años (un tiempo quizá demasiado corto para tanto como ahora hablo sobre la educación) y recuerdo siempre tres cosas que me parecen hermosas y hoy añoro.
La primera es la experiencia de “ver aprender”, suena curioso decirlo así pero no hallo otra manera. Aunque daba clases en una secundaria. Por una circunstancia excepcional me tocó en unas vacaciones ensenar a leer a varios niños; en otra época posterior ensene a leer a un grupo de campesinos adultos ( uno de ellos, don José, de 76 años, por cierto) en el momento en que las letras se convierten en palabras y estas en pensamientos es como un chispazo que estremece al niño y al adulto por igual; en ese momento el niño sonríe y su sonrisa es expresión de triunfo, gozo de descubrimiento y juego ganado; el adulto es emoción que le desconcierta, comprobación de que “no era tan fácil” y extraña sensación de descubrir que el pensamiento está escondido en los garabatos del papel. Yo simplemente lloré cuando don José me dijo esa tarde: “Ya sé leer; y estoy gente de razón”, soltando un orgullo reprimido por setenta años.
Ver aprender, presenciarlo, mas cómo testigo que como actor, es la satisfacción fundamental de quien enseña. Lo malo está en que a veces nos concentramos en vez de disfrutar el milagro continuo de los que aprender. Ver aprender es ver crecer y madurar a los niños y jóvenes, comprobar por sí mismos y que van saliendo adelante.
Mi segundo recuerdo se liga a la formación de carácter de mis alumnos adolescentes. Siempre considero esto tan importante o más que el que aprendieran conocimientos. Una vez el grupo de tercero de secundaria debía organizar una serie de festejos y el director me encargó de coordinar las actividades. Propuse a la clase que tomáramos esa experiencia como una ocasión para que cada uno conociese mejor sus cualidades y sus defectos y la manera en la que los demás los percibían. Establecimos por conceso los “criterios de evaluación” (compañerismo, creatividad, eficiencia, y ano recuerdo, eran como diez) y después de los festejos, el grupo evalúo a cada alumno a la luz de esos criterios. Hoy, muchos años después, cuando me encuentro a alguno de aquellos muchachos, me dicen: “maestro, esa experiencia fue para mí definitiva; ahí empecé a conocerme de veras; fue estupendo.”
Ser maestro o maestra es ser invitado, en ciertos momentos privilegiados, a entrar al alma de un chico o una chica y ayudarle a encontrarse, a firmar paulatinamente su carácter, a descubrir sus emociones, quizás a superar sus temores y angustias. Y para muchos alumnos o alumnas el maestro o la maestra son los únicos apoyos con los que cuentan.
El tercer recuerdo de esos años, que hoy evoco con nostalgia, es que el contacto cotidiano con los alumnos me mantenía joven. Tus alumnos te obligan a estar enterado de cuanto pasa; te bombardean con preguntas; te ponen en órbita; de todo tienes que saber; acaban ensenándote mas que tú a ellos. Esto es bonito: ser maestro es seguir creciendo.
Evoco hoy estos recuerdos que son, para mí, algunos atisbos del lado luminoso de la Luna. Otros maestros, tú mismo, añadirías mas luces con el lenguaje insustituible de tu experiencia de vida. Si en el balance final las luces son más poderosas que las sombras, no lo sé. Es cosa de vocación, de inclinación interior, de proyecto de vida. O quizá de amor. Y digo la palabra sin ruborizarme porque creo que la profesión de maestro se emparenta con la paternidad y ésta o es amor o no es nada. Todo hijo causa muchos problemas, desde los biberones y panales, pasando por los médicos, hasta los inevitables desencuentros de la adolescencia; pero ningún padre ni ninguna madre pone en duda que en cada hijo las luces superan a las sombras.
Si tienes vocación de maestro, concluyo, creo que tú también opinarás, sin grandilocuencia ni idealizaciones, que la Luna es, decididamente, luminosa y bella.
¡Felicidades maestro!
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